En los últimos
tiempos, nuestra cultura ha influenciado por todos los medios elevar nuestro “orgullo”
bajo el nombre de “autoestima”, ambas palabras significan lo mismo: tener un
concepto inflado de nosotros mismos.
El orgullo se viste
de gala camuflándose en el disfraz de lo que los sicólogos llaman autoestima,
cuya esencia es “Exaltar nuestras cosas buenas y minimizar nuestras cosas malas”.
Pero como siempre, la Biblia nos
hace volver al punto de equilibrio, contrastando la verdad con lo que dice la
mayoría y el tema de la autoestima no es la excepción.
El
orgullo se manifiesta principalmente en: La forma como pensamos de
nosotros mismos y la forma como nos relacionamos con los demás.
El orgullo
en la apreciación de nosotros mismos
“Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual
que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe
tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios
repartió a cada uno” Romanos 12:3
El orgullo nos
impide ver cuán pobres son nuestras obras buenas. Si pudiéramos quitar el
orgullo de nuestro corazón, podríamos ver que nuestras buenas acciones no son
tan buenas ni tan grandiosas como nuestro orgullo las hace parecer. El orgullo
es un enemigo que nos oculta nuestra triste realidad:
-
Impide ver nuestros pecados ocultos,
para retrasar nuestra santidad.
-
Infla nuestra bondad y reduce
nuestra maldad, para poder juzgar a otros.
-
Disfraza nuestros fracasos y
debilidades, para hacernos ver como víctimas de los demás.
-
Exagera nuestros pobres triunfos, para
que busquemos los aplausos.
-
Se jacta de nuestra sabiduría,
para retardar nuestro conocimiento.
-
Miente al hacernos creer que siempre tenemos la razón y le
da dificultad pedir perdón.
-
Nos engaña al hacernos ver como
más importantes y mejores que los otros, buscando todo merecimiento.
-
Enmascara nuestra perversidad con
hipocresía, para cuidar nuestra reputación.