Mi matrimonio con un no creyente

Por: Sheila Dougal

Tenía 19 años y estaba en un estacionamiento con quien, en ese momento, llevaba casada dos meses; nuestro Volkswagen escarabajo de 1962 estaba entre los dos. Ansiaba ir a la iglesia. Cuando se lo expresé, mi esposo me miró con una mirada que decía: ¿De qué estás hablando? Era como si yo estuviera hablando un idioma extraño. Para su corazón incrédulo, lo estaba.

Yo era una joven cristiana y entendía que estaba contrayendo matrimonio con otro cristiano cuando nos casamos. Él le había dicho a la iglesia donde crecí que creía que Cristo murió por sus pecados y lo bautizaron. Pero pronto comencé a darme cuenta de que mi nuevo esposo no compartía mi esperanza en Cristo. Este septiembre se cumplen 28 años de ese día y aún no compartimos el mismo amor por Jesús. 

Si la fe es como una pequeña semilla que se convierte en un árbol frondoso, entonces mi matrimonio es el clima en el cual crece mi fe. Dios no ha desperdiciado mi matrimonio con un no creyente en estos 28 años. 

Revelando mi superpoder

Clamé a Dios durante ese primer año de matrimonio: ¡No puedo hacer esto! Las palabras que sentí en lo más profundo de mi alma ese día me chocaron: Tú sigue siendo fiel. Yo me encargaré de tu esposo. Las Escrituras vinieron a mi mente como una melodía: “Lo que se requiere además de los administradores es que cada uno sea hallado fiel” (1 Co 4:2). En ese momento supe que tenía que seguir a Jesús, día a día, a largo plazo, pase lo que pase. 

Aprender a seguir a Jesús en medio de los horarios de trabajo, las facturas, los conflictos y la crianza es mi llamado de vida. Esto no ha sido nada fácil. Pero cuando miro atrás, me doy cuenta de que había (y hay) un superpoder en mí, que me obliga a cruzar nuestra gran división. Ese superpoder es la fidelidad de Dios. Aquel que es fiel no “se fatiga” (Is 40:28). “Él da fuerzas al fatigado” (Is 40:29), dándome poder para ser fiel también.

Aun si mi matrimonio está perdido, y aunque mi esposo nunca llegue a arrodillarse ante Jesús, el llamado a ser fiel permanecerá. Por supuesto, no quiero soportar ese tipo de dolor. Pero la fidelidad de Dios es una montaña, permanece intacta aun si mi matrimonio no lo hace.

Exponiendo la incredulidad, aumentando la compasión

Cualquiera puede decirte que el matrimonio constantemente nos revela nuestros puntos ciegos. Siempre estamos siendo vistos desde afuera, alguien diferente a nosotros mismos. En mi matrimonio con un no creyente, se agrega otro nivel de “forastero”.

El rechazo de mi esposo hacia lo que yo creo como cristiana me obligó a examinarme a mí misma. ¿Realmente creo que Jesús ha resucitado de entre los muertos? ¿Realmente creo que usará todas las cosas, incluso mi matrimonio difícil, para hacerme más como Él (Ro 8:28-29)? ¿O creía que ser cristiana significaba que iba a tener un matrimonio feliz, hijos obedientes y un lugar agradable donde vivir? ¿Vivo para mi propio reino o para el de Dios?

Responder a estas preguntas me ayuda a rendir mi matrimonio, a mirar las manos clavadas de mi Salvador y exclamar: “Creo; ayúdame en mi incredulidad“ (Mr 9:24). A medida que se expone mi incredulidad, crece la compasión hacia mi esposo. Sé que no soy mejor que él. Tener todas las respuestas correctas no me salvó y no salvará a mi esposo. Cristo puede ayudar mi incredulidad y puede ayudar a mi esposo a creer.

Aprendiendo la verdadera sumisión

Al encontrarme casada con un hombre que no estaba obligado por las Escrituras a obedecer el mandato de “amen a sus mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se dio Él mismo por ella” (Ef 5:25), usé las enseñanzas sobre sumisión que aprendí de niña. Pensé que mi pasividad y el evitar conflictos eran evidencia de mi piedad.

Como creía que no debía hacer ni decir nada que pudiera percibirse como una usurpación de la autoridad de mi esposo, desarrollé una posición poco saludable y poco cristiana en mi matrimonio. Guardé silencio sobre el pecado que estaba destruyendo nuestra relación.

En un momento, mi esposo dijo: “¡No quiero una esposa sumisa!”. En una sesión de consejería posterior supe lo que realmente estaba diciendo: “¡No quiero una esposa pasiva!”. Mi esposo deseaba que yo me involucrara en la resolusión de los conflictos. Quería que le dijera la verdad y que no me rindiera solo porque él no veía las cosas como yo las veía.

Aprender a decirle la verdad en amor a mi esposo me ha obligado a dejar de ver el llamado a la sumisión a través de los estereotipos culturales. La sumisión que se parece a Cristo está llena del Espíritu Santo (Ef 5:18-21), es libre (Gá 5:1), humilde (Ef 4:2), honesta (Ef 4:15) y valiente (1 P 3:6).

Aferrándome al matrimonio correcto

Pablo instó a los creyentes de Corinto que “[tienen] mujer sean como si no la tuvieran” (1 Co 7:29). No estaba diciendo que ignoraras tu matrimonio, sino que no te aferres a él como si nuestro gran Novio no viniera por nosotros, su esposa.

Mi matrimonio es una sombra dañada de una gloria asombrosa. Si me aferro a él, lo único que tengo es un puño cerrado, enfocándome en todo lo que no es nuestra relación. Sin embargo, cuando sostengo mi matrimonio con manos abiertas, puedo derramar mis quejas y deseos a Dios, quien lleva la carga y me da poder para amar bien. Anhelo ganar a mi esposo para Cristo, pero nunca podré obligarlo a creer.

Sin embargo, hay un matrimonio al que vale la pena aferrarse (Ap 19:6-9). Hay una novia que se levantará con una belleza valiente y humilde (Ap 21:2). Sin importar si mi matrimonio perdura o no, Cristo vendrá y su iglesia se levantará. Mientras el Señor me dé fuerzas para amar como Él, seguiré caminando con mi esposo, orando para que él también se levante conmigo ese día.

Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.

1 comentario:

Andydi dijo...

Los matrimonios traen situaciones de vida como estas y afrontar estos momentos de la mejor manera sin dudas es una gran clave de éxito. Las flores nos ayudan a comunicarnos con un lenguaje diferente y regalar rosas blancas es un detalle que no será olvidado nunca.